A veces imaginaba que llegaba el día en que un hombre vestido de traje llamaba a su puerta y le traía flores. O que llamaba a voz en grito desde la calle para que se asomase al balcón y le echase sus trenzas, como Rapunzel en aquel cuento que tantas ilusiones le despertó de pequeña. "Oh! Cuánto daño hizo “Pretty woman”! Los principes no existen, Leti" - se decía- y volvía a recostarse sobre la almohada a soñar acaso con mundos submarinos de bellas sirenas, donde fuera imposible hablar, porque quizás así no tendría que oir, ni oirse. Acaso apenas un leve aleteo de sentimientos que se llevaría el agua salada, poca cosa, sufrible -pensaba- y volvía la cabeza en su almohadón. Entonces retornaban las llamadas de los cuentos y se sorprendía de nuevo soñando con algún principe azul, de esos de los de antes, con su caballo blanco y todo. En estas ensoñaciones estaba cuando su ángel negro le daba un tortazo y le ponía delante de su cara el resguardo de aquel billete de avión, el que él compró para que se fueran juntos y lejos en aquel vuelo que la llevó a aquel almohadón de sueños pero completamente sola.
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