Te
busqué por siglos hasta encontrarte. Hace dos vidas te intuí entre
los árboles, esperaba el amor y elegí no verte. Aquel día cantabas
con las aguas y ni ellas lograban ahogar tu arrullo, más yo te
rechazaba. Vino ella, aparece siempre que me niego a estar contigo, y
con ella me quedé eternidades. Viví una vida más esperándote sin
aceptarte, encontrándote sin buscarte, navegando destinos lejanos
fingiendo no intuirte, sintiéndote cerca, rechazando tu espacio. Con
mis pasos te alejabas, más nunca más que lo suficiente para no
verte, para no saber que estabas. Hoy por fin te he vislumbrado. He
aceptado tu presencia con desgana y lo he entendido: no hay nada más
que hacer, es hora de marcharse. Despedirse lo justo, cerrar las
puertas con llave sin mirar atrás, para no transformarme al hacerlo
en estatua de sal. El infierno no arde, quema el adiós, cual metal
incandescente tatuado en el alma. Pero ha llegado el día y por fin
lo acepto, porque ahora se que es lo mejor para mi, porque se que sin
mi no soy absolutamente nada, porque no habrá nadie nunca que me
quiera como yo, porque amarme y saber decir adiós es todo uno,
porque intenté alejarme de ti durante años y ahora se que eras mi
amigo, fiel compañero de enseñanzas, maestro de libertades,
apuntador de lecciones aprendidas.
Hoy
me voy contigo, cerrando puertas a mi paso, engrasando bisagras por
si acaso, con el paso de los años, me olvido de que hay idas que no
tienen retorno.
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