- Es traicionera la Tramontana - le dijo a la vez que le tendía su brazo.
Don Pedro dio a Erin una manta y un tazón de sopa recién hecha. Había oído hablar de él, en Cadaqués todo el mundo conocía la historia del Isabella, una embarcación que zozobró cuando el patrón la forzaba yendo en busca de su mujer, que se ahogó entre las calas de aquel paraje y cuyo cuerpo nunca fue recuperado.
-Isabella tenía el alma salada, como el mar que tanto amaba- le contó aquel hombre.- La primera vez que la vi se asomaba a los acantilados de esta misma cala y miraba soplar la Tramontana, con fuego de marejada en sus ojos, el mismo fuego que teñía su pelo. Creo que me enamoré de ella aquel mismo día. Pocas semanas después, mientras navegábamos por las costas de Cuba, tuve la certeza de que cada día del resto de los que me quedaran querría despertar viendo aquellos ojos. Le robé al mar un pedacito de coral negro para hacerle un collar. Isabella nunca me perdonó aquello. Me dijo que el mar se cobraba siempre sus prendas y así fue: un día se la llevó a ella. Vengo aquí cada año, por el aniversario de su muerte y retorno al mar todas las cosas que alguna vez le robé, desde las conchas que cogí de pequeño, hasta una estrella de mar que adornó mi primera barcaza. Cada año devuelvo una de esas cosas, con la esperanza de que el mar me entregue al menos el cuerpo sin vida de Isabella, pero amanece cada día de cada uno de los doce años que hace que se fue y su cuerpo nunca regresa. Isabella era una excelente nadadora. Hacía travesías a nado por entre estas costas a las que amaba. Aquel día se levantó la Tramontana mientras yo dormitaba. Cuando desperté fue demasiado tarde. Intenté llegar hasta ella y la vi desaparecer ante mis ojos, el mar se la cobró. Ella siempre había dicho que, al morir, quería volver al mar, pero en el mar murió y el mar la enterró, ni tan siquiera me dejó despedirme. Construí el Isabella II para volver cada año a buscarla, para venir a enterrar con ella cuantas cosas debí no haber cogido jamás. Y ahora ya sólo me queda esto.
Don Pedro abrió la mano y mostró a Erin una cruz de coral negro que colgaba de una fina cadena de plata. Incrustada en el centro de la cruz una franja nacarada cruzaba en diagonal. En sus extremos, casquetes de plata completaban la pieza. Al caer la tarde, cuando el viento amainó, Erin pensó que era hora de volver a casa. Mientras remaba en dirección a Cadaqués, decidió que aceptaría la invitación de Don Pedro de volver al día siguiente para acompañarle en lo que debía ser su último adiós a Isabella.
(Continuará)
(Continuará)
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