En busca de la excusa...

NEGÁNDOME A BLANDIR MI ESPADA, COMO SI, POR SER EL ÚLTIMO JINETE, TUVIERA EN MIS MANOS EL PODER PARA DESENCADENAR (O NO) EL APOCALIPSIS. EVIDENTEMENTE, EL FIN DE LA HISTORIA NO DEPENDE DE MI, PERO SIGO CABALGANDO POR EL MUNDO, NEGÁNDOME A ACEPTAR QUE NO EXISTE UNA PERSONA BUENA POR LA QUE MEREZCA LA PENA SALVAR DE LA QUEMA AL RESTO, COMO EN SODOMA Y GOMORRA...ASÍ QUE, CADA DÍA QUE APARECE ALGUIEN, MI MUNDO CONSIGUE UN DÍA DE VIDA MÁS.

10 noviembre 2011

Ni siquiera espera


Sabía que te escondías tras los cristales opacos de aquella ventana. Durante días, auscultabas mis movimientos pretendiendo no ser descubierto y, sin embargo, yo siempre supe que estabas allí, escondido tras tus miedos. Solía pararme al sol, junto al almendro que plantó tu abuelo y bajo el que jugábamos de niños. Allí esperaba paciente a que decidieras salir de tu escondrijo, paseaba mis cabellos entre los suspiros del viento invitándote a bailar con ellos entre tus dedos. Fingía esperar a mi hermana, a sabiendas de que nunca vendría, porque ninguna de las veces ella supo que tenía que hacerlo. Fingía enfurruñarme por su tardanza y vagaba por el jardín brazos en jarra y mirando el reloj, haciéndote ver que las horas pasaban sin que en ningún momento te atrevieras a salir. Al final tenía que irme, imaginando que quizás entonces lamentabas no haber salido y por eso volvía al día siguiente y al siguiente y al siguiente, durante ¿semanas? ¿meses? ¿años? Nunca logré comprender por qué lo que de niños fue tan natural, de adultos suponía tan tremenda hazaña. Un día no volví y entonces recibí una carta tuya, contándome historias de viajes y culturas, imaginadas, tal vez, en la oscuridad del cobertizo del cual me observabas. Habías crecido, me dijiste. Te habías perdido, pude entrever. Te respondí fingiendo la vuelta a casa, dándote la fecha exacta de mi regreso, el día elegido para volver junto al almendro del jardín a dejar que mis cabellos volvieran a suspirar a ritmo del viento. Y volví, en el preciso instante señalado y allí estabas, plantando junto al almendro un ciruelo diminuto. Sonreíste ampliamente, me dijiste que te alegrabas de verme y me deseaste suerte con mi nuevo libro. Te vi alejarte balanceando tus andares hasta entrar de nuevo en el cobertizo. Entre las rendijas de las roídas contraventanas pude adivinar de nuevo tu mirada. Me recogí el pelo, di media vuelta y me aleje oculta tras el almendro. Quizás pude oler tu desconcierto pero era demasiado tarde: mi futuro llevaba demasiados años esperándome.