En busca de la excusa...

NEGÁNDOME A BLANDIR MI ESPADA, COMO SI, POR SER EL ÚLTIMO JINETE, TUVIERA EN MIS MANOS EL PODER PARA DESENCADENAR (O NO) EL APOCALIPSIS. EVIDENTEMENTE, EL FIN DE LA HISTORIA NO DEPENDE DE MI, PERO SIGO CABALGANDO POR EL MUNDO, NEGÁNDOME A ACEPTAR QUE NO EXISTE UNA PERSONA BUENA POR LA QUE MEREZCA LA PENA SALVAR DE LA QUEMA AL RESTO, COMO EN SODOMA Y GOMORRA...ASÍ QUE, CADA DÍA QUE APARECE ALGUIEN, MI MUNDO CONSIGUE UN DÍA DE VIDA MÁS.

09 julio 2010

Porto Vintage


        
             No sabía si el dulce sabor en su paladar se debía a sus besos o aun a aquel sorbo de vinho do Porto. Aquella mañana le habían ascendido y ella le había propuesto celebrarlo con la botella de Sandeman de 40 años que había estado guardando para la ocasión.
Recordaba la primera vez que probó el vino, en aquel viaje cargado de recuerdos por los rincones de Portugal, cuando, después de cansarse de esperar durante un par de horas a que abrieran las bodegas, habían decidido colarse en una de las naves de la prestigiosa marca. Allí un simpático portugués hizo de anfitrión improvisado a su amiga y a ella, dándoles a probar lo mejor de la casa e incluso regalándoles una botella de aquel caldo. En la humedad de aquella bodega, mientras saboreaba el vino en un vaso de plástico, embriagada por el olor del brandy, decidió que sería sólo con él con quién se lo bebiera. Hoy, por fin, casi dos años después, había encontrado la ocasión.
Descorchó la botella de aquel vintage de calidad excepcional y el olor a aguardiente volvió a impregnarle los sentidos. Con el primer sorbo, la armonía de fruto y taninos le subió hasta la punta de la nariz, produciéndole una agradable sensación de relajación y temple. Él se quedó mirándola un instante hasta que decidió acercarse para besarla. Sintió como crecía su lengua debido al alcohol o acaso a la excitación y como, jugosa y apetecible como uva madura, buscaba en ella complicidad. Sus labios eran como aquel vino: caliente, dulce, suave y, también como al vino, los adivinaba recorriéndole todo el cuerpo. Sintió temblar su abdomen a la par que se le calentaba el paladar y el hormigueo de los labios llegó como un suspiro a los dedos de los pies. Se le erizó el vello; no sabía si debido a las ráfagas de aire que visitaban la terraza, al alcohol bañando su garganta o a la proximidad de él. “Será el viento”- pensó - y entonces un soplido apagó la vela provocándole un escalofrío y avalando su teoría. Él sintió su estremecimiento y la rodeó un brazo sosteniendo con el otro la copa de vino. El calor masculino de aquella mano consiguió calentarle la piel hasta que la percibió a la misma temperatura de su boca. Él jugaba a beber de ella el vino de Oporto y ella se dejaba hacer, sintiendo en su lengua el elixir de aquellos labios, degustándolos cual manjar prohibido y abandonándose en ellos. Perdió la noción del tiempo. En la calle, los sonidos empezaron a susurrar que estaba oscureciendo. La plaza se tornó del oscuro color de aquella botella de vino. El hálito de la brisa nocturna acariciando su piel parecía ser lo único que venía de fuera. Se sentía mareada, como en un ligero sueño, como cuando la luz del día te desvela al entrar por la ventana. Él pareció advertirlo y la sentó sin dejar de besarla, sin dejar de templar su cuerpo con su abrazo. Alternaba entre un sorbo de vino y un beso largo, como si quisiera compartir con ella cada degustación de tan espléndido caldo.
Empezó a contarle que le habían propuesto hacerse proveedor de un vinho verde portugués pero que, después de probar aquello, puede que se lo replanteara. Hablaron de aquella botella de vino, de desorbitado precio para tiempos de crisis; de presencia imprescindible para tales tiempos en los que la felicidad ha de medirse en pequeños sorbos de buen vino, en intemporales momentos como aquel que son los que construyen la vida, al final hecha tan sólo de recuerdos. En un estado de semiinconsciencia, ella se aventuró a contarle sus pensamientos en aquella bodega, el momento en el que decidió que sería sólo con él con quién compartiera aquellos pequeños sorbos de placer. Nunca antes había querido asustarle contándole que ya entonces pensaba en él. Por respuesta a su confesión recibió un nuevo beso, más largo, tanto como el último regusto de último sorbo de vino, el que se expande por todo el cuerpo, dilatando el exquisito sopor de la bebida alcohólica.
Cuando él se fue, la corriente de aire que entró por la terraza cruzando la entrada volvió a sacudirla. Cerró la puerta a su espalda deseando que se hubiera quedado para siempre. Sabía que sólo aquellas manos podrían mantener en su cuerpo el calor de aquel vino.