Estoy sentado en un banco del parque. Hay quien dice que parece que va llegando la primavera, pero yo contemplo los árboles como si aún fuera otoño o como si esperara que ya lo fuera para ver caer una hoja y contar el tiempo que pasa desde que se desprende de la rama, hasta que llega al suelo. La mayoría de las veces, no la veo aterrizar. Una ráfaga de viento se la lleva lejos de mi vista, como si no quisiera dejarme medir el tiempo que transcurre…
Así, sin que uno se de cuenta, pasan los días mientras se espera que pase un segundo, un instante en el que suene el teléfono o llegue el mensaje. Esperando entre el tic y el tac han pasado varios meses, unos tres o cuatro ya…
Después de ese tiempo, apenas consigo recordar qué era lo que estaba esperando, ni porqué estoy sentado junto al teléfono, en el desván de los dedos infectados, donde la luz se filtra por las rendijas de la madera podrida y el silencio se hace tan perturbador que llega a molestar a los oídos. En ese desván, cada instante eterno entre el tic y el tac mueren un poquito las esperanzas y un poquito los corazones…
De todas formas, después de una infección el organismo crea los anticuerpos para protegerse y, sin embargo nada, nunca, ha conseguido librarme de sufrir la enfermedad…